LECTURAS
CHILE : UN 11 DE SETIEMBRE DE 1973
El 11 de septiembre de 1973 Boris Navia contempló el
bombardeo de La Moneda desde la Universidad Técnica del Estado, donde era
profesor de Derecho, en compañía de cerca de mil personas, entre ellas Víctor
Jara. Por la noche se refugiaron en la cafetería de la Escuela de Artes y
Oficios, donde éste interpretó por última vez algunas de sus canciones para
levantar los ánimos de los presentes. A las siete de la mañana les despertó el
estampido del cañón de 120 milímetros y los diversos equipos de artillería con
que las Fuerzas Armadas bombardeaban una casa de estudios de orgulloso perfil
izquierdista.
Los soldados recorrieron todo el recinto y en la avenida sur
reunieron a sus centenares de “prisioneros de guerra”, a los que obligaron a
permanecer tumbados boca abajo durante cinco horas y sometieron a todo tipo de
palizas. A las tres de la tarde fueron conducidos a las pistas de fútbol sala y
dos horas después les ordenaron que se dirigieran corriendo en fila india y con
las manos en la nuca al Estadio Chile, situado a tan sólo seis manzanas. En la
entrada del mayor polideportivo cubierto del país un oficial reconoció a Víctor
Jara, le apartó con todo tipo de insultos y le propinó una lluvia de golpes
cargados de histeria y brutalidad: “Yo te enseñaré, hijo de puta, a cantar
canciones chilenas, no comunistas”.
Boris Navia, militante comunista, jamás podrá olvidar
aquellos instantes: “En un momento el oficial desenfundó su pistola; nosotros,
apuntados por fusiles, estábamos horrorizados porque pensábamos que le iba a
descerrajar un tiro y, pese a la orden de avanzar, nos quedamos transidos frente
al horror de la tortura de nuestro querido cantor. Víctor no se quejaba, ni
pidió clemencia, tan sólo miró con su rostro campesino al torturador fascista,
que le golpeó con el cañón del arma y su pelo se empapó de su sangre, al igual
que su frente, sus ojos... La expresión de su rostro ensangrentado quedó
grabada para siempre en nuestras retinas”.
Dentro del Estadio Chile los militares confinaron a Víctor a
un pasillo, mientras que sus compañeros de la UTE se hacinaban en los graderíos
junto con otros miles de detenidos, en su mayor parte obreros, en una atmósfera
donde primaba el terror impuesto por unos militares que se sentían en guerra
contra “el marxismo”. Acompañado tan sólo por Danilo Bartulín, uno de los
médicos del Presidente Salvador Allende detenido en La Moneda la tarde del 11
de septiembre, el autor de “Te recuerdo Amanda” volvió a padecer atroces
torturas hasta las tres de la madrugada.
Hasta aquel día el Estadio Chile ocupaba un lugar relevante
en su vida ya que en 1969 ganó allí el Primer Festival de la Nueva Canción
Chilena con una de sus creaciones más hermosas, “Plegaria a un labrador”, una
exhortación a quienes derraman su sudor sobre la tierra y extraen de ella sus
frutos a unirse a sus compañeros para forjar juntos la nueva sociedad:
“Levántate / y mírate las manos / para crecer estréchala a tu hermano, / juntos
iremos unidos en la sangre / hoy es el tiempo que puede ser mañana...”
Aquella noche, en el abarrotado recinto deportivo
rebautizado en septiembre pasado como Estadio Víctor Jara, también actuaron
Isabel y Angel Parra, Rolando Alarcón, Patricio Manns o Inti Illimani y aunque
el ganador fue él, acompañado en el escenario por Quilapayún, aquel Festival
alumbró un inolvidable movimiento cultural que acompañó a su pueblo en aquellos
tres años de construcción del socialismo. Porque, como decía Víctor Jara: “La
canción auténtica, la revolucionaria, tiene que cambiar al hombre para que éste
cambie la sociedad”.
Brota la poesía.- La tarde del 13 de septiembre se produjo
un cierto revuelo en el Estadio Chile, recuerda Boris Navia, ya que se
rumoreaba que en la cercana población La Legua partidarios del derrocado
gobierno de Allende se habían enfrentado con las Fuerzas Armadas.
“Todos los soldados se dirigieron a la entrada y se olvidaron
de Víctor, por lo que lo arrastramos a la grada e intentamos disfrazarle un
poco: le dejaron un vestón, que se lo puso sobre la camisa roja que llevaba, y
con un cortauñas le recortamos su característica melena ensortijada. Y cuando
nos ordenaron que hiciéramos listas de veinte personas para el inminente
traslado al Estadio Nacional, pusimos su nombre completo: Víctor Lidio Jara
Martínez”.
Después de comer un huevo crudo, este cantautor empezó a
recobrar su contagiosa alegría y, apunta Navia, “mostró la misma sonrisa con la
que cantó al amor y a la revolución”.
Aquella noche durmió junto a sus compañeros de la
Universidad Técnica del Estado en los incómodos graderíos del Estadio Chile.
El viernes 14 los militares repartieron café entre los
prisioneros y les comunicaron que iban a trasladarles al Estadio Nacional, pero
finalmente un tiroteo les devolvió a los asientos cuando ya se disponían a
salir. Entonces Víctor habló a sus compañeros del amor que sentía por su
esposa, Joan, y sus hijas, Amanda y Manuela, pero no se refirió al futuro, por
lo que intuyeron que presentía su trágica suerte.
Al día siguiente supieron que dos o tres personas iban a ser
dejadas en libertad y se aprestaron a escribir mensajes para que los entregaran
a sus familiares. “Víctor estaba sentado entre otro compañero de la UTE y yo y
me pidió un papel -señala Boris Navia-. Le di dos hojas de una libreta cuyas
tapas aún conservo y escribió hasta que de repente dos soldados llegaron y le
condujeron a una caseta de transmisión, aunque antes logró entregarme los dos
papeles sin que se dieran cuenta. Unos oficiales de la armada le insultaron y
golpearon con furia”.
A las seis de la tarde su grupo fue conducido al anfiteatro
y desde allí pudieron divisar, horrorizados, el cuerpo inerte de Víctor Jara
entre una cincuentena de cadáveres acribillados; minutos después fueron
conducidos en autobuses militares al otro extremo de la ciudad. “Entramos al
Estadio Nacional dejando un reguero de lágrimas por nuestro querido cantor”,
asegura Boris Navia con profunda emoción.
Fue en aquel enorme recinto, convertido en el mayor campo de
concentración de la dictadura, cuando este abogado por fin abrió su libreta y
descubrió que las dos hojas de Víctor Jara no contenían unas palabras dirigidas
a su familia, sino su canción, su última e inconclusa canción, titulada
“Estadio Chile”. “Al instante comprendimos su importancia e hice dos copias
como pude con dos cajetillas de cigarros”. Días después el ex senador comunista
Ernesto Araneda le dijo que dos personas, un médico y un estudiante, saldrían
en libertad del Estadio Nacional, por lo que les entregó las reproducciones y,
además, se encargó de que un viejo zapatero también preso ocultara las dos
hojas manuscritas por Víctor Jara en la suela de su zapato derecho.
Pero en los controles previos a la salida del recinto, los
militares descubrieron el texto que portaba el muchacho. “Yo había escrito una
pequeña introducción, por lo que me ubicaron y me condujeron al velódromo,
donde dos oficiales de la Fuerza Aérea abrieron mi zapato derecho y
descubrieron las hojas.
Me interrogaron y me torturaron y pensé que mientras más
soportara la tortura, más posibilidades habría de que la segunda copia saliera
del Estadio. No lograron arrancarme ninguna palabra sobre ella y así el poema
de Víctor salió libre del Estadio Nacional, venció al fascismo y ganó la
libertad. El militar que le asesinó creyó que mataría su voz, pero Víctor no
murió, murió para vivir, vivirá para siempre en el corazón de los pueblos”.
Meses después el último poema de Víctor Jara se publicó por
primera vez en el libro Chile en la hoguera del periodista Camilo Taufic,
exiliado en Argentina, y finalmente llegó a su esposa y recorrió el mundo para
denunciar la ignominia de la dictadura de Augusto Pinochet.
“ESTADIO
CHILE”
“Somos
cinco mil aquí,
en esta pequeña parte de la ciudad. Somos cinco mil. ¿Cuántos somos en total en las ciudades y en todo el país? Somos aquí diez mil manos que siembran y hacen andar las fábricas.
¡Cuánta
humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror, locura! Seis de los nuestros se perdieron en el espacio de las estrellas. Un muerto, uno golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano. Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores, uno saltando al vacío, otro golpeándose la cabeza contra el muro, pero todos con la mirada fija en la muerte.
¡Qué
espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con precisión artera sin importarles nada. La sangre para ellos son medallas. La matanza es acto de heroísmo. ¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío? ¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo? En estas cuatro murallas sólo existe un número que no progresa, que lentamente querrá más la muerte. |
Pero
de pronto me golpea la conciencia
y veo esta marea sin latido y veo el pulso de las máquinas y los militares mostrando su rostro de matrona lleno de dulzura.
¿Y
México, Cuba y el mundo?
¡Que griten esta ignonimia! Somos diez mil manos menos que no producen. ¿Cuántos somos en toda la patria? La sangre del compañero Presidente golpea más fuerte que bombas y metrallas. Así golpeará nuestro puño nuevamente.
Canto,
qué mal me sales
cuando tengo que cantar espanto. Espanto como el que vivo, como el que muero, espanto de verme entre tantos y tantos momentos de infinito en que el silencio y el grito son las metas de este canto. Lo que nunca vi, lo que he sentido y lo que siento hará brotar el momento...” |
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